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Gabriel Oddonde

Socio de CPA Ferrere. Doctor en Historia Económica por la Universidad de Barcelona y Economista por la Universidad de la República (Uruguay). Profesor universitario en UDELAR y ORT. Se ha especializado en la consultoría, como consultor para organismos internacionales, instituciones y gobiernos en Uruguay y América. Ha publicado trabajos sobre economía política, crecimiento económico y comercio internacional.

enero 21, 2013
Los rehenes ideológicos

Por Rafael Mantero
@rmantero

En días recientes, se ha generado un incipiente debate público sobre la posibilidad de realizar modificaciones al régimen impositivo actual de Uruguay. Dicho debate se ha precipitado a partir de los trascendidos de prensa sobre la reunión mantenida sobre fin de año entre el Presidente y Vicepresidente, jerarcas del MEF y del MIEM, OPP, y otros colaboradores cercanos del Presidente. En dicha reunión, aquellos jerarcas más alineados con el MPP plantearon la posibilidad de introducir modificaciones impositivas, tales como tasas diferenciales de IRAE, cambios a la tasa de IRAE sobre las rentas del capital, y nuevos (o mayores) impuestos sobre bienes considerados “suntuarios”. La presente columna se ocupa de discutir sobre el primero.

La propuesta de modificación de IRAE, aún cuando no existe una versión definitiva y detallada de la misma, propone en grandes líneas establecer alícuotas diferenciales de IRAE en función del monto de la renta obtenida. En particular, pretende elevar la alícuota actual de 25% a 30%, para aquellas rentas empresariales superiores a un monto determinado anual (algunos medios señalaron podría ser por ejemplo USD 250.000). Como suele suceder en estos casos, la propuesta ha despertado algunos argumentos en su contra, que conviene aquí repasar y analizar.

El primer argumento contra el aumento diferencial del IRAE, es que el mismo podría provocar una huida de inversionistas (locales y fundamentalmente extranjeros) de Uruguay. Dado que una variable clave para cualquier inversionista es la rentabilidad después de impuestos, es indudablemente cierto que, al menos en el signo, el argumento es acertado. Es decir, más impuestos sobre la renta tienden, dado todo lo demás igual, a atraer menos inversión. Sin embargo, afirmar que cualquier aumento impositivo generará una huida significativa de inversores, o similarmente, un freno drástico a las nuevas inversiones, parece cuanto menos un argumento simplista y algo apocalíptico. En todo caso, el efecto real, a priori difícil de cuantificar, dependerá del aumento de alícuota de IRAE que se implemente, y de cuántos proyectos de inversión se vuelvan “no atractivos” en el margen en relación a su costo de oportunidad.

En segundo lugar, otros sostienen que un cambio en las alícuotas de IRAE supondría un cambio a las “reglas de juego“, y por tanto supone un hecho negativo en sí mismo, que afectará las decisiones de inversión de los privados. En su acepción más simplista, este argumento parece también exagerado. Primero, porque cualquier cambio impositivo supone, por definición, una alteración de las reglas de juego, pero no por ello los sistemas tributarios de todos los países han dejado de evolucionar (o involucionar, no importa) a lo largo de la historia. Segundo, porque en sentido estricto y por simetría, una rebaja impositiva también supondría un cambio en las reglas de juego, pero son pocos los que invocarían a éstas para argumentar en su contra.

Por tanto, ambos argumentos citados son, en mi opinión, cualitativamente correctos, pero muy posiblemente, cuantitativamente sobrevalorados según la ideología o conveniencia de cada parte. El hecho de que se produzca “alguna” caída (contrafáctica) de la inversión con respecto a un escenario en donde el IRAE permanezca incambiado, o el hecho de que hayan nuevas reglas, no son en mi opinión argumentos por sí solos suficientes para establecer, en forma categórica y terminante, que la medida de política tendría un saldo neto negativo en términos del bienestar colectivo.

Existen sin embargo, razones creo yo más pertinentes para fundamentar en contra de dicha modificación del IRAE. En primer lugar, la medida supondría, como novedad, que al igual que en caso del IRPF, la renta empresarial se grava a tasas progresivas. Es importante notar que la implementación práctica de progresividad en el IRAE es bien distinta a la progresividad en IRPF. Mientras que las personas físicas no pueden “subdividirse”, las personas jurídicas sí. ¿Será sencillo para la DGI controlar que las empresas no se subdividan (por ejemplo por unidades de negocio) para que cada una de las rentas de sus “sub-empresas” no ingresen en las escalas más altas de alícuota de IRAE?

En segundo lugar, el eslogan ideológico “que pague más quien tiene más”, tiene en su aplicación efectos derivados más complejos y potencialmente negativos, cuando se trata de empresas y no de personas. En particular, la progresividad fiscal en materia de IRAE, indefectiblemente y por construcción, conspira contra la posibilidad de obtener economías de escala por parte de las empresas. En un país pequeño, de mercado interno reducido y en el cual muchas industrias ya están afectadas por bajas economías de escala, ¿es oportuno gravar en forma progresiva a las empresas más grandes? Es decir, ¿realmente queremos desestimular el tamaño de las empresas, por encima de los desestímulos naturales que ya existen?

En tercer lugar, resulta de consenso entre la enorme mayoría de analistas, que la mejor parte del ciclo económico (doméstico y regional) ha quedado por detrás. Esto implica que la competencia por inversión extranjera directa entre países, razonablemente aumentará en los próximos años. En la medida que una parte no menor de nuestro atractivo actual como lugar para invertir es transitorio y “prestado”, ¿es realmente oportuno introducir modificaciones impositivas que afectarán (al menos marginalmente) nuestro atractivo para los inversionistas?

En cuarto lugar, más allá de las magnitudes, importan las señales. Es probable que no sean las magnitudes del cambio propuesto, las que deban generar preocupaciones en los empresarios. Como argumenté, creo que los argumentos que comúnmente se manejan contra este cambio, son hasta cierto punto, alarmistas en lo cuantitativo. Sin embargo, el cambio propuesto sí posee una señal clara por parte del Gobierno: la soga se cortará por el lado más fino. Porque evidentemente, es infinitamente más sencillo modificar una alícuota, que racionalizar el gasto, mejorar la eficiencia, y todo aquello de lo que casi todos estamos de acuerdo, pero tanto cuesta implementar.

Por supuesto que el actual es un gobierno de izquierda, votado por la mayoría para que “pague más el que tiene más”. También es claro que, aún cuando el mayor problema histórico de Uruguay ha sido su bajo crecimiento (y no tanto la distribución del ingreso), mejorar las oportunidades de todos los uruguayos no puede (ni debe) dejarse librado 100% a la merced de mercados que, por diversas fallas, no tienden a generar equidad en oportunidades por sí solos. Ahora bien, ¿realmente la apuesta para promover un mayor bienestar colectivo en forma sustentable, descansa en políticas macroeconómicas efectistas de alto perfil y de encastre en eslóganes electorales? Yo creo que no. Entre tanto, las reales soluciones, complejas y trabajosas, que hacen verdaderamente a las oportunidades e incentivos de las personas, permanecerán fuera del foco de atención, mientras agoreros del apocalipsis y proponedores de atajos a la felicidad, pelean batallas ideológicas utilizando la política como rehén.

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